Sobrarbe es mi vida, gente sencilla y parajes únicos. El lugar donde mis cenizas, dentro de muchos años espero, abonaran nuevos bosques y praderas.

22 dic 2009

nieve ...mil palabras

Esta mañana, cuando el sol retiraba el velo de la noche hemos descubierto un pueblo diferente. Ainsa estaba anacarado, un hermoso manto blanco inmaculado recubría tejados, calles, árboles, coches, campos, macetas…
La primera reacción ha sido abrir la ventana y sacar el brazo para asegurarme que no se trataba del último sueño de la noche.
Durante todo el día han estado cayendo copos, más grandes o más pequeños, con mayor o menor regularidad, siempre sumando a la pátina que tiene tapizado el pueblo.

Un pueblo caótico en días como hoy. Coches varados, bares húmedos y atestados, gente corriendo para no mojarse, nieve sucia amontonada en las acera o gente pisando con tiento para no resbalarse. Juramentos y bocinas, frenazos y carcajadas, atascos de circulación, botas mojadas, desfiles de paraguas, guerras de bolazos… caos.

Ante esta situación creada por la primera nevada del invierno sólo queda darle la vuelta y asomarse a la cara opuesta del pueblo: el campo.

Son las seis menos cuarto de una tarde embriagadora. Subo andando por mi silenciosa calle, ya iluminada por unas tenues farolas de luz amarillenta que contrastan con la blancura de la nieve y el cielo gris plomizo al tiempo que recortan sombras de las paredes de piedra mojada. El blanco se hace más claro, lo gris deviene hacia el marengo…
Cruzo la plaza y el castillo y llego al llano, una extensión de campos nevados presidida por las hileras desnudas de arbolitos que marcan el parking. Suelto a Moskowa y empiezo a correr sobre la nieve, bajo las nubes, entre los copos.
La hora no es casual. El día atardece rápidamente hasta este instante, cuando la poca luz que todavía reina en el aire comienza a desaparecer más lentamente. Es el crepúsculo más hermoso al que he asistido en meses. Según avanzo y me alejo del pueblo, el mundo adopta una claridad surrealista; blanco, negro y gris… y todo es silencio.
Los campos y mi camino, vestidos de nieve, rebotan la poca luz que resiste, adquiriendo un brillo fantasmal. Donde no hay nieve todo es oscuridad, y el cielo, antes plancha gris se muestra ahora inundado con docenas de grises diferentes: cenicientos, transparentes, oscuros y amenazantes, suaves... Cada nubarrón parece distinto, único. Y al fondo, las luces de Ainsa suben hasta el cielo y rebotan entre el armazón de nubes creando el único lugar coloreado del horizonte.

Llego la final del llano y doy media vuelta por el camino de matacanes, estrecho sendero que me lleva por medio de un hermoso cajigar, entre muretes de piedra y escarpados precipicios. Moskowa levita como un ánima frente a mí, en completo silencio, apenas parece pisar el terreno hasta que un estallido de nieve me indica que ha cogido una curva.
Del cielo bajan jirones de nubes y bajo mis pies trepan despeñadero arriba las boiras, atrapando mi camino en un velo. El mundo se reduce conforme avanza la noche. Las sensaciones, junto con el frío aire y la quietud son indescriptibles.
Los árboles, encogidos por la nieve en las ramas parecen plegarse a mi paso, tornándose etéreos, desapareciendo en la oscuridad que ya casi me atrapa.

Me destellan las luces del pueblo como recibida, el sueño acaba bruscamente, volviendo de mi realidad paralela al mundo de los gritos, los atascos, los resbalones…


A veces cuesta explicar que se puede disfrutar de la nieve como un niño. Al igual que se puede correr sin tener prisa, se puede ver sin luz, se puede oír sin sonido, puede helar sin pasar frío.

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